
Cuatro protagonistas, tres carismas: Determinación, habilidad, eficacia
Los generales Eduardo Lonardi, Pedro Eugenio Aramburu y Julio Alberto Lagos y el almirante Isaac Francisco Rojas tuvieron diversos protagonismos en los episodios de septiembre de 1955 y en algunos de los eventos que siguieron a aquel hecho de armas. Todos fueron protagonismos relevantes, pero también muy distintos y reveladores de la presencia y carencia en ellos de diversos carismas. Conciente de la insuficiencia de mis conclusiones, pues, como bien ha dicho el dominico Villarejo, surgen de un análisis que “no admite el misterio”, me atrevo a sintetizarlas de la siguiente manera:
Carente de la habilidad del líder político, Lonardi quedará en la historia como un ejemplo de la determinación que debe tener un jefe militar. Ese fue el carisma con el que inspiró a decenas de militares, marinos y aviadores hasta llevarlos a la victoria, a partir de una situación bélica inicial juzgada como desfavorable. No es fácil imaginar el resultado del alzamiento del 16 de septiembre de 1955 sin la determinación de Lonardi.
Aramburu dejó una imagen prácticamente “espejo” de la de Lonardi: Expuso menos espíritu bélico, pero la suficiente habilidad como para, en primer lugar, urdir la conspiración y, luego, conducir políticamente el gobierno de la Revolución en medio de grandes dificultades. Esa fue su decisiva contribución a la causa revolucionaria.
Lagos, por su parte, evidenció poseer – también – escasa vocación e instinto político. Mostró, en cambio, el carisma del militar que lidera y manda sin espectacularidad, pero con sólidos resultados y con enorme eficacia. Pudo así darle a la Revolución el espacio territorial o geográfico que necesitaba.
Finalmente, Rojas demostró poseer los tres carismas: La determinación y la eficacia bélica que mostró en el momento más crítico de la lucha para los revolucionarios y la habilidad política con que hizo a jugar a su fuerza, la Marina, en los eventos posteriores al combate.
Eduardo Lonardi: Escasa habilidad política, pero invalorable determinación bélica
Fue apenas una semana antes del viernes 16 de septiembre de 1955 cuando el Gral. Eduardo Lonardi tomó la decisión de encabezar la sublevación que derrocaría a Perón. No era un crítico de todas las políticas del peronismo, pero sí alguien a quien la figura y la personalidad de Perón le provocaban un rechazo visceral[1]. No por nada ya había conspirado en 1951[2]. A mediados de 1955, sin embargo, cuando el Gral. Aramburu y el entonces Cnel. Eduardo Señorans tejían los hilos de un nuevo alzamiento, el primero rechazó expresamente la participación de Lonardi en esta conspiración. Aramburu consideraba que Lonardi tenía un entorno familiar y de amistades de un nacionalismo extremo[3] y así fue que cuando este último le ofreció su colaboración para la futura revolución, no vaciló en cerrarle las puertas diciéndole directamente que él “no conspiraba, ni conspiraría”.
Con este antecedente, cuando en los primeros días de septiembre de 1955 Aramburu decidió postergar el alzamiento, difícilmente podría haber imaginado que aquel a quien él había excluido se movería con la velocidad de un rayo para tomar en sus manos las riendas de la conspiración y sorprender a todos los conjurados, anunciándoles, con apenas días de anticipación y sin la menor hesitación, que a las 0 del viernes 16 él se lanzaría desde la Escuela de Artillería de Córdoba.
Todas las personas que conocieron a Lonardi y dejaron testimonios sobre su persona han destacado su hombría de bien, pero muy especialmente su natural afable. No debe haber sido por afabilidad, sin embargo, sino más bien por lo contrario, que este general sería más tarde recordado por los jefes, oficiales, suboficiales y soldados de las unidades “leales” que en esos días debieron enfrentar a los núcleos rebeldes de Córdoba, Cuyo, Río Santiago, Puerto Belgrano y la Flota de Mar. Y no solo por el brutal cañoneo que en la oscuridad de las primeras horas del viernes 16 ordenó lanzar desde la Escuela de Artillería sobre su vecina similar de Infantería, sino por la determinación que mantuvo día tras día y hasta el minuto final de la lucha.
Véase, si no, esto: El miércoles 21 de septiembre a las seis de la mañana, dos días después que Perón delegara el poder en una Junta Militar[4], veinticuatro horas después que se exiliara en la cañonera Paraguay (en la madrugada del martes 20) y solo dos horas antes que la Junta Militar aceptara formalmente los términos del armisticio (lo que ocurriría a las 8 de la mañana), la aviación rebelde de Lonardi seguía bombardeando la concentración de tropas “leales” en Río Cuarto. No por nada este general había ordenado a sus subordinados “proceder con la máxima brutalidad”.
A la luz de lo que después se supo (que el martes 20 Perón había tomado ya la decisión de irse del país), el proceder de Lonardi en la madrugada del miércoles 21 puede parecer exagerado. Pero poniéndose en su lugar y en su circunstancia, es el proceder de un jefe militar determinado. Ese lugar y esa circunstancia incluían: 1) La demora de casi dos días entre el “renunciamiento” y el formal cese del estado de beligerancia entre rebeldes y leales 2) La posibilidad de una maniobra de Perón (o de sus partidarios) destinada a ganar tiempo para reasumir la lucha y 3) El hecho de que si bien muchas unidades militares leales comenzaron a defeccionar desde el mismo momento del “renunciamiento” (el lunes 19), en esa madrugada del miércoles 21 quedaban todavía tres concentraciones de tropas cuyos jefes o no habían dicho “esta boca es mía” (caso del Gral. Falconnier en Río Cuarto) o seguían en ostensible despliegue y/o actitud de combate (como el Gral. Iñiguez en Río Primero y el Cnel. Quinteiro en Pringles)[5].
En efecto, se necesitaron primero todas las horas de la tarde del lunes 19, su anochecer y buena parte de la madrugada del martes 20 hasta que una Junta de generales terminó con el “renuncié, pero no renuncié” de Perón, llevándolo a exiliarse en la embajada primero y luego en la cañonera Paraguay. Y se necesitaron luego todas las horas de ese mismo martes 20 (incluyendo la negociación de seis horas mantenida entre cuatro miembros de la Junta y el Almirante Rojas a bordo del crucero “17 de Octubre”[6]) y hasta las 8 de la mañana del miércoles 21 para que el plenario de la Junta aceptara formalmente las condiciones exigidas por los jefes revolucionarios para dar por concluida la lucha[7].
Sobre una posible maniobra del bando leal, los jefes revolucionarios tenían muy presente el episodio del 31 de agosto (ocurrido hacía apenas dos semanas), cuando un “renunciamiento” de Perón parecido al del 19 de septiembre se transformó, en cuestión de horas, en uno de los más amenazadores discursos que él había pronunciado en toda su presidencia.
Y en cuanto a la amenaza bélica “leal”, se ha dicho y se ha escrito (hasta el cansancio) que la superioridad militar de la que gozó Perón en septiembre de 1955 no fue aprovechada por la falta de espíritu de lucha, ya de él mismo, ya de sus generales. Ahora bien, no hacían falta muchos generales leales con espíritu de lucha. Hubieran bastado solo dos o tres jefes decididos (como Iñiguez y Quinteiro) para liquidar los enclaves rebeldes de Córdoba y Puerto Belgrano, incluyendo sus pistas de aviación, y luego atacar y aniquilar los apenas cuatro o cinco mil efectivos que el Gral. Lagos tenía desplegados entre las provincias de San Luís, Mendoza y San Juan[8]. Si bien con la flota sublevada los rebeldes tenían el total dominio de las costas, ello no alcanzaba para asegurar su éxito tierra adentro.
No era la madrugada del miércoles 21 de septiembre, por tanto, momento de arriesgar el triunfo de la Revolución. Por eso Lonardi ordenó las que serían las últimas acciones bélicas de la Revolución, a saber: Para amedrentar al Gral. Falconnier, a las seis de la mañana dos cuatrimotores Avro Lincoln bombardearon las pistas de Las Higueras, en Río Cuarto. Y en los casos de los efectivos del Gral. Iñiguez en Río Primero y del Cnel. Quinteiro en Pringles, se dispuso que otros aviones (militares y navales) los sobrevolaran permanente y amenazadoramente, con orden de hostigarlos y bombardearlos al menor movimiento sospechoso. Así se los mantuvo neutralizados hasta la hora 08:00 (de ese miércoles 21 de septiembre), cuando la Junta Militar efectivizó formalmente la rendición de los efectivos “leales” y, por lo tanto, el cese del estado de beligerancia y rebelión de las unidades que respondían al mando revolucionario.
Ahora bien, concluida la confrontación bélica, llegada la paz, investido como Presidente Provisional de la Nación y puesto al frente del gobierno, el jefe militar obstinado, determinado y arrollador que fue el Gral. Lonardi solo logró conservar la confianza de sus pares durante cincuenta días. El 12 y el 13 de noviembre de 1955 fue visitado en la residencia de Olivos por sus tres ministros militares. Venían con una serie de exigencias (entre ellas, el inmediato relevo de sus colaboradores más afines al nacionalismo) y la explícita advertencia que si Lonardi no se avenía, se le pediría que renunciara. No habían pasado dos meses de su momento de gloria cuando Lonardi perdió la confianza de algunos de los jefes militares en los que él más había confiado antes y después de la Revolución, así como de aquellos que se consideraban los “jefes políticos” del movimiento[9].
Si bien es posible que la enfermedad que terminaría con su vida solo cinco meses más tarde ya hubiera mellado su capacidad de administrar, parece más bien un caso en el que la determinación del militar no tuvo como correlato la necesaria flexibilidad política del hombre de gobierno. El tiempo probó que las desavenencias entre Lonardi y sus ministros militares iban más allá de la cuestión del mayor o menor nacionalismo de alguno de sus colaboradores: Se trataba de la política que el jefe militar de la Revolución quería seguir respecto del peronismo. Pese a su viejo, acendrado y visceral rechazo por Perón, Lonardi tenía una amplia mira en lo que se refería a la reconciliación del gobierno de la Revolución con la masa peronista. Quiso distinguir entre la figura de Perón y sus políticas; quiso distinguir entre la figura de Perón y las del partido, los sindicatos y otras instituciones y personas – incluyendo militares – que habían apoyado esas políticas. Su idea era que había que intentar una democratización forzosa de la vida interna del partido y de los sindicatos peronistas y solo disolverlos o clausurarlos si tal democratización fracasaba.
No tuvo, sin embargo, la habilidad necesaria para alinear las voluntades de la mayoría de los jefes militares, ni tampoco la de muchos civiles, detrás de esas ideas, las que, a la luz de la historia que sobrevino más tarde, bien podrían haber resultado más exitosas que las que finalmente prevalecieron. Para ello Lonardi hubiera precisado la capacidad política de negociar y de convencer, algo muy distinto que la determinación para comandar fuerzas militares en una confrontación bélica.
Pedro Eugenio Aramburu: Menos determinación militar, pero mayor habilidad política
Como jefe militar el Gral. Pedro Eugenio Aramburu reveló menos determinación que Lonardi. Los hechos probaron que la decisión (tomada en los primeros días de septiembre de 1955) de postergar al alzamiento hasta 1956 constituyó un exceso de prudencia. Aramburu sobreestimó el hecho de no contar con generales al mando de tropas y – por el contrario – subestimó notoriamente la existencia y el potencial de un núcleo duro de oficiales antiperonistas en cada una de las tres armas. Dispuestos a actuar con total determinación no bien tuvieran el mando y el liderazgo de un oficial superior, esos oficiales probaron ser capaces de volcar situaciones militares juzgadas ex-ante como altamente desfavorables. Al fin de cuentas, la revolución se hizo sin el concurso de un solo brigadier en actividad de la Fuerza Aérea, con el concurso de un solo almirante en servicio activo y el de solo seis generales[10], cuatro de ellos en situación de retiro.
Tampoco fue determinante la actuación de Aramburu como jefe revolucionario en Curuzú Cuatiá. En primer lugar está el hecho de que por haber partido tan a último momento hacia ese destino, hizo perder a sus subordinados doce críticas horas para la consolidación de un alzamiento inicialmente exitoso. Puede disculparse ello por la premura con la que debió tomar la decisión y por el hecho de que siendo un oficial en actividad – y, para más datos, intensamente vigilado – no hubiera podido ausentarse de Buenos Aires hasta la misma víspera del alzamiento sin levantar una sospecha inmediata y dar lugar a una orden de detención[11]. Para colmo, Aramburu perdió más de tres horas tratando de desembarazarse de la policía de Entre Ríos, que en la madrugada del viernes 16 lo persiguió desde Puerto Constanza (el lugar a donde había llegado tras un viaje de toda la noche en tren desde Retiro y en balsa desde Zárate[12]) hasta un regimiento de Gualeguaychú, primero, y luego desde allí hasta Gualeguay, donde lo esperaba el avión que debía llevarlo a Corrientes. Como si ello hubiera sido poco, el avión era un lentísimo monomotor[13] que volaba sobrecargado y que debió hacer largos rodeos para evitar varios frentes de tormenta.
Ocurrió, además, que los mayores, capitanes y tenientes complotados en Curuzú Cuatiá, plenos de determinación, obtuvieron un rápido éxito al copar las cinco unidades militares de esa localidad en los primeros minutos del viernes 16: Un regimiento de artillería, dos unidades de tanques, un batallón de zapadores y un destacamento blindado de exploración con carriers y vehículos semioruga. Este rápido éxito hizo más patente la ausencia de un jefe superior hasta pasado el mediodía, con su secuela de doce horas inactividad, rumores y dudas entre algunos oficiales y los suboficiales que habían adherido inicialmente con poca convicción y que eran objeto de amenazas y represalias por parte de los pocos oficiales superiores y de la enorme masa de suboficiales que debieron ser detenidos por no querer adherir a la revolución. El efecto de tan larga ausencia y falta de mando por parte de un oficial superior en Curuzú Cuatiá fue letal, no pudiendo haber sido más notable el contraste entre lo que allí ocurrió y lo que pasó en Córdoba con la inspiradora y arrolladora presencia de Lonardi desde el primer minuto del alzamiento.
Cuando Aramburu finalmente llegó a destino (pasado el mediodía del viernes 16) ya se había producido la reacción de los oficiales y suboficiales leales que recapturaron las dos unidades de tanques. Y luego vino una increíble sucesión de decisiones que resaltan más todavía el contraste con el caso de Lonardi en Córdoba: En vez de “proceder con la máxima brutalidad”, Aramburu desestimó, una tras otra, todas las acciones ofensivas que sus subordinados le propusieron. Con el argumento de evitar más derramamientos de sangre paralizó el ataque que se había iniciado sobre las unidades de tanques recapturadas por los leales. Más tarde no autorizó ofensivas de sus carriers y semiorugas blindados y artillados argumentando las desventajas del combate nocturno, el temor a emboscadas enemigas y, finalmente, el sabotaje realizado por grupos de suboficiales con el combustible de los vehículos. Así fue como la noche de ese primer día del alzamiento los halló a él y a los tres coroneles que lo secundaban[14] recluidos en sus cuarteles. Entonces, en medio de la indeterminación y de la indecisión, fueron víctimas de un amotinamiento masivo de suboficiales que los obligó a huir en medio de la oscuridad.
Tres días (todo el sábado 17, todo el domingo 18 y la mayor parte del lunes 19) debió permanecer Aramburu oculto en establecimientos rurales ubicados entre Curuzú Cuatiá y Paso de los Libres, hasta que, tras el famoso renunciamiento de Perón (mediodía del lunes 19), las unidades militares de esta última ciudad y de Monte Caseros se sublevaron, dándole al general nuevamente la posibilidad de hacer pie.
Dado el destrato que Aramburu había tenido para con Lonardi semanas antes al haberlo excluido de la conspiración, no es de extrañar que cuando en la tarde de ese lunes 19 el primero le envío al segundo un radiograma sugiriéndole la realización de una reunión de jefes revolucionarios previa a la inminente negociación con la Junta Militar, pidiéndole que a tal efecto le enviara un avión a Corrientes, Lonardi se tomara dos días para responderle: Lo hizo recién el miércoles 21, cuando la negociación ya había concluido y cuando la Junta ya había aceptado la entrega incondicional del gobierno a su persona.
Sea cual fuere el juicio que merezca la actuación de Aramburu como jefe militar durante el alzamiento, es innegable que él tuvo mucha más habilidad política que su predecesor. En primer lugar, y prácticamente desde que Lonardi asumió el poder, logró articular entre la oficialidad de las tres fuerzas el consenso que sería él – y no otro – el militar que, cuando fuera necesario, reemplazaría a Lonardi. Hizo valer para ello no solo el haber sido un antiguo antiperonista[15], sino el jefe nato de la conspiración hasta días antes que estallara, y, también (aunque esto pueda parecer paradójico), el haber tomado la decisión de marchar hacia Curuzú Cuatiá la noche del 15 de septiembre pese a tener la íntima convicción de que el movimiento estaba destinado al fracaso. Logrado el consenso, solo tuvo que mover algunos hilos y esperar (desde su subordinado cargo militar[16]) la oportunidad – que, como se vio, fue tan pronto como el 13 de noviembre – en la que los ministros militares le pidieran la renuncia a Lonardi.
Una vez en la presidencia, Aramburu proscribió el partido peronista, prohibió el uso de sus signos partidarios, intervino la CGT y los sindicatos, reprimió con fusilamientos la contrarrevolución peronista de junio de 1956, derogó la Constitución peronista de 1949 y logró que una Asamblea Constituyente restituyera la de 1853-60. Manteniendo y haciendo un delicado equilibrio entre las diversas facciones y fuerzas políticas que había apoyado a la Revolución, fue así capaz de mantener férreamente el poder durante casi dos años y medio. Finalmente, si bien no logró imponer – como deseaba – al Dr. Ricardo Balbín como su sucesor, Aramburu se las ingenió para que sus camaradas militares, la Marina y la Fuerza Aérea aceptaran – aunque con reticencia – el acceso a la presidencia del Dr. Arturo Frondizi.
Julio Alberto Lagos: Carencia de vocación política, prevalencia de lo militar y una capacidad de mando de gran eficacia
Estrictamente hablando, el Gral. Julio Alberto Lagos no “probó” su habilidad política en 1955, porque – a diferencia de Lonardi, Aramburu y Rojas – no ocupó cargos de esa naturaleza después de la Revolución. Pero precisamente el final apolítico de su carrera, sus oscilaciones iniciales en torno al peronismo y algunos hechos de su actuación antes y durante la revolución, revelarían de su parte escasa vocación política y – probablemente también – poca habilidad en la materia.
De los cuatro jefes revolucionarios, Lagos fue el último en llegar a la conspiración. Proveniente de un pasado nacionalista (aunque no extremista, ni totalitario) y desconfiado de Perón en 1944, fue, sin embargo, un adherente entusiasta de la política social del peronismo de los primeros años[17]. Íntimamente comenzó a alejarse de Perón (probablemente ya en 1953 ó 54) cuando este dejó crecer a su alrededor un corrupto e intolerable culto a la personalidad. No hay dudas que la grotesca confrontación con la Iglesia Católica agravó la brecha. Pero fue recién después de los episodios de junio de 1955 (quema de la bandera, conspiración naval, incendio de los templos) cuando él se unió explícitamente a la conspiración que urdían Aramburu y Señorans.
A diferencia de Lonardi, que estaba retirado desde 1952, y de Aramburu, en actividad, pero sin mando de tropas[18], en ese mes de julio de 1955 Lagos era, desde hacía tres años, Comandante del 2do Ejército, una gran unidad de batalla desplegada en las tres provincias cuyanas y en el territorio del Neuquén. Para Aramburu y Señorans la adhesión de Lagos fue más que bienvenida: Era el único general comprometido con la Revolución con mando sobre una importante masa de efectivos.
Pero Lagos dejó atónitos a sus camaradas revolucionarios al presentarse en los primeros días de agosto al Ministro de Guerra, Gral. Franklin Lucero, para manifestarle su desacuerdo con diversos aspectos de la política gubernamental y presentarle su solicitud de pase a situación de retiro. Propia de un jefe con un profundo sentido del honor militar, esa actitud de Lagos fue la antítesis de la que hubiera adoptado un hombre de habilidad política: Resignó la ventaja que significaba el tener mando de tropas para no cargar con el deshonor de alzarse contra la Constitución revistando en actividad[19].
No han quedado dudas, en cambio, sobre su excepcional condición de mando. Los militares que lo conocieron (especialmente los que sirvieron a sus órdenes) recuerdan a Lagos como un jefe que se imponía sin levantar la voz, bastando con su prestigio y ejemplo. Es posible que a ese ascendiente se haya debido la abrumadora cantidad de jefes y oficiales que lo siguieron en la sublevación del 2do Ejército, comenzando por su Jefe del Estado Mayor en San Luís, el Gral. Eugenio Arandía y prácticamente todos los coroneles y teniente coroneles al mando de batallones y destacamentos. Tal como había ocurrido en la Marina y a diferencia de Córdoba o Curuzú Cuatiá, no hizo falta en Cuyo copar cuarteles, ya que la gran mayoría de las unidades fueron sublevadas por sus mandos naturales, comenzando – como se dijo – por el Jefe del Estado Mayor. Así fue que el 2do Ejército le aportó a la Revolución tres provincias enteras y dos bases aéreas, cosa no lograda por ningún otro jefe revolucionario.
Las cosas, sin embargo, no fueron rápidas ni tan fáciles. Cuando en la mañana del miércoles 14 de septiembre Lagos llegó a San Luís, se encontró con que las unidades del 2do. Ejército se hallaban realizando maniobras en la montaña. Con la angustia del caso, él y sus acompañantes (su hermano Carlos Alberto y el Dr. Bonifacio del Carril) debieron permanecer escondidos los días jueves 15 y viernes 16. Fue recién el sábado 17 al mediodía, cuando – reagrupado y alistado por orden del Ministro Lucero – el 2do Ejército ya se dirigía a reprimir a Lonardi, que se sublevó masivamente en San Luis.
Hubo, también aquí, un notable contraste con los eventos de Curuzú Cuatiá: Allá una gran unidad de batalla sublevada por oficiales de rango inferior se perdió para la Revolución en menos de 24 horas por carecer de un mando superior eficaz, aquí la sublevación de otra gran unidad de batalla se demoró un día y medio, pero fue masiva y definitiva.
Dos actitudes de Lagos tras la masiva sublevación del 2do Ejército fueron criticadas por algunos de sus contemporáneos: 1) La decisión (ordenada en la tarde del sábado 17 por Arandía, pero avalada por Lagos) de hacer regresar a Mendoza y a San Juan unos dos mil de los tres mil hombres que habían llegado y se habían sublevado en San Luís esa mañana[20] y 2) La reticencia para responder al pedido de Lonardi de que se le enviaran a Córdoba tropas de infantería, que constituían la principal carencia de aquel foco rebelde.
Ambos hechos (el regreso de una parte importante de los efectivos sublevados desde San Luís hacia Mendoza y San Juan y la reticencia en enviar efectivos a Córdoba) forman parte de algo que en Lagos fue una constante: La prevalencia de lo militar sobre lo político. Ya se mencionó que los efectivos totales que componían el 2do Ejército oscilaban entre cuatro y cinco mil hombres y si bien en la tarde del sábado 17 Lagos no tenía detalles de lo que había ocurrido el día anterior en Curuzú Cuatiá (la sublevación masiva de suboficiales tras las primeras horas del alzamiento), él priorizó la prevención de levantamientos civiles y de suboficiales adictos a Perón y la consolidación de la Revolución en Cuyo, antes de comprometer efectivos en apoyo de Córdoba[21].
Las diferencias que Lagos y Lonardi pudieron haber tenido por estas cuestiones desparecieron en la reunión que ellos tuvieron en la Escuela de Aviación Militar de Córdoba en las primeras horas del martes 20 de septiembre. Ante la perspectiva de ser derrotado (si se rompía la tregua), Lonardi le pidió a Lagos que forme en Cuyo un gobierno revolucionario y prosiga la lucha desde allí. Cuando Lagos le respondió que la jefatura de cualquier gobierno provisional no podría recaer sino en Lonardi y le sugirió que se trasladara a Mendoza para conducir a la Revolución desde allí, este le dijo: “Jamás abandonaré en momentos de peligro a mis camaradas de Córdoba, aunque en ello vaya mi vida”. E insistió todavía (Lonardi) cuando Lagos estaba ya al pie del avión que lo conduciría de regreso a su puesto de mando: “Cuando me hayan deshecho a mi y yo haya muerto, usted debe constituir gobierno en Mendoza y luchar también hasta morir”, a lo que Lagos, tomando las palabras de Lonardi como la orden de un superior, respondió: “Cuando lo hayan deshecho a usted y haya muerto, yo debo constituir gobierno en Mendoza y luchar también hasta morir”[22].
Prueba de la confianza que en esos días se cimentó entre estos dos jefes – y del reconocimiento de la capacidad de mando militar de Lagos – es que una de las primeras decisiones adoptadas por Lonardi como Presidente Provisional de la Nación fue designar a aquel en el más alto cargo al que puede aspirar un oficial en actividad: Comandante en Jefe del Ejército, y ascenderlo a la más elevada jerarquía del escalafón militar: Teniente General[23].
Isaac Francisco Rojas: Determinación y eficacia bélica y habilidad política
El Alte. Isaac Francisco Rojas había sido designado director de la Escuela Naval Militar (ubicada en la isla Santiago, a la vera del río del mismo nombre y del canal de acceso al puerto de la ciudad de La Plata, en la localidad de Ensenada) en 1953, un año después de concluir su misión como agregado naval a la Embajada Argentina en Brasil[24]. El destino incluía también la dirección de la Escuela de Aplicación de Oficiales y el mando de la Escuadra Naval de Instrucción. En estos destinos y en los difíciles años de 1953, 54 y 55, Rojas se manejó con un impecable profesionalismo, logrando evitar cualquier manifestación de pleitesía a Perón, a Evita o al régimen peronista. Pero en lo que se refería a su pensamiento político profundo, un proverbial y hermético silencio hacía que nadie se sintiera capaz de pronosticar que haría en última instancia, llegado el caso de una sublevación.
Igual que en el caso del general Lagos, fue recién después de los dramáticos episodios del 16 de junio de 1955 cuando se comenzó a insinuar su verdadera posición. A unos pocos subordinados que le manifestaron intranquilidad sobre los acontecimientos que se vivían en el país, Rojas les confió en privado que él no era ajeno a dicha intranquilidad y tuvo enseguida una actitud que si bien no era en si misma subversiva, dejó una señal imborrable entre los opositores a Perón: Cuando el viernes 17 de junio se le informó que el almirante Aníbal Olivieri, ex-Ministro de Marina y detenido por su participación en el episodio del jueves 16, lo había designado defensor ante el Consejo Supremo de la Fuerzas Armadas que lo juzgaría por rebelión, Rojas aceptó el cargo sin vacilar.
Después de esos indicios y de algunas respuestas de Rojas evasivas, pero no negativas, los más altos oficiales navales de la conspiración (Rial, Palma, Sánchez Sañudo y Perren) no tuvieron dudas que si a algún almirante se le ofrecería la jefatura de la Marina en un próximo alzamiento, ese almirante sería Isaac Francisco Rojas. Y cuando hacia fines del mes de junio efectivamente lo hicieron, el acuerdo fue rápido: Para no atraer sospechas sobre sí – con más razón dado que actuaba como defensor de Olivieri – Rojas no participaría de la planificación del movimiento, pero pondría su cabeza en cuanto el estallido se produjera. Puso una única condición: Si un almirante de rango más antiguo se sumaba al alzamiento, él se subordinaría al mismo.
Para Rojas la sublevación de la Escuela Naval y demás dependencias de la Armada en Río Santiago el viernes 16 de septiembre a las 00:00 no fue problemática: Solo tuvo que permanecer en su comando hasta el anochecer de la víspera y dar precisas órdenes a sus subordinados sobre lo que debería hacerse al día siguiente[25].
La determinación y la habilidad militar del almirante se pondrían a prueba, sin embargo, el mismo viernes 16 por la noche: Cuando a partir del mediodía, después de ametrallar reiteradamente a los destructores Cervantes y La Rioja (que bloqueaban el puerto de Buenos Aires) causándoles muertos, heridos y severos daños, los aviones leales de la base de Morón y los efectivos del Regimiento 7 de Infantería de La Plata atacaron con virulencia la isla en poder de Rojas, este – sabiendo que no tenía ninguna posibilidad de resistir un asalto a todo o nada con apoyo de morteros, artillería pesada y aviación – hizo que sus efectivos ofrecieran solo la resistencia necesaria como para llegar a la oscuridad de la noche. Entonces ordenó evacuar a todos sus efectivos en los patrulleros y rastreadores que, con los dos destructores mencionados, completaban la Flota de Ríos[26]. Al hacerlo, Rojas abandonó el terreno, las instalaciones y los edificios de una institución que, por haber sido su “Alma Mater”, así como la de todos sus camaradas de armas, era seguramente muy cara a sus sentimientos. Fue la decisión de un jefe militar con sangre fría y con un claro sentido de las ventajas obtenibles a partir de una retirada oportuna, bien planificada y ejecutada.
Un día y medio después, el domingo 18 a las 10:30, reunidos en la boca del Río de la Plata los buques de la Flota de Ríos con el grueso de la Flota de Mar (que había navegado sublevada desde Golfo Nuevo, Chubut, al mando del capitán de navío Agustín Lariño), el almirante Rojas asumió el mando pleno como Comandante en Jefe de la Marina de Guerra en Operaciones.
Volvería entonces Rojas a demostrar su determinación cuando declaró el bloqueo de todos los puertos argentinos[27] y, mucho más todavía, cuando al anochecer de ese domingo 18, y a pedido de Lonardi, ordenó que al día siguiente sus fuerzas aéreas y navales llevaran a cabo las siguientes tres acciones: 1) Bombardeo aéreo de los depósitos de combustibles de Dock Sud, 2) Bombardeo naval de los depósitos de combustibles de Mar del Plata[28] y 3) Hostigamiento, también con artillería naval, de las instalaciones militares leales de la ciudad de Mar del Plata.
Si bien la primera de esas acciones no pudo llevarse a cabo debido a las adveras condiciones climáticas prevalecientes en la mañana del lunes 19, las otras dos se ejecutaron con absoluta precisión y éxito: El fuego dirigido a las instalaciones militares leales de Mar del Plata por parte de los destructores Buenos Aires, Entre Ríos, San Luis y San Juan culminó con la sublevación de la Base de Submarinos, la rendición del grupo de artillería antiaérea del Ejército (con cuarteles en Camet) y la ocupación de la ciudad por parte de personal de marinería de los buques, en tanto que el bombardeo de los tanques de combustibles por parte de la artillería del crucero 9 de julio a las 7 de la mañana fue lo suficientemente preciso y destructivo como para dejarle a Perón un clarísimo mensaje de hasta donde estaban dispuestos a llegar los rebeldes.
Tras aquella demostración, la determinación de Rojas precipitó la caída de Perón cuando, a las 09:00 de ese mismo lunes 19 de septiembre, hizo avisar a la opinión pública – “para salvaguardar a la población civil” – que a las 13:00 el crucero 17 de Octubre bombardearía la destilería de YPF en Ensenada, La Plata. Exactamente diez minutos antes de la hora señalada (o sea a las 12:50) y ante el “ultimátum” de Rojas el Ministro de Guerra, Gral. Franklin Lucero, invitó a los rebeldes “a iniciar de inmediato tratativas tendientes a solucionar el conflicto”, leyendo luego el famoso “renunciamiento” por el cual Perón “resignaba” su cargo, encargando al Ejército que “se haga cargo de la situación, el orden y el Gobierno”. Si bien las idas y vueltas de Perón, primero, y las tratativas entre los jefes revolucionarios y la Junta de Generales, luego, demoraron el final de las hostilidades hasta el miércoles 21 a las 08:00, se puede decir que el triunfo de la Revolución Libertadora quedó sellado en el instante en el que Perón estampó su firma en aquel documento.
Tras el triunfo militar en el que la Armada jugó un rol tan singular, Rojas no dejó pasar la oportunidad política que se le presentaba a la Marina: Obtuvo para esta fuerza el derecho de ocupar la vicepresidencia del gobierno provisional. Y como – a diferencia de Lonardi – no dejó resquicio alguno como para que le surgieran competidores dentro de la Armada, no solo sobrellevó sin un rasguño la destitución de aquel[29], sino que le agregó más poder a su fuerza: La Junta Militar, instalada el 13 de noviembre de 1955 ante la cual el nuevo presidente (Aramburu) debía consensuar las cuestiones y decisiones políticas más importantes, estaría constituida por los tres ministros militares y el vicepresidente. La aritmética era muy simple: La Marina tendría dos votos dentro de la Junta, contra solo uno para cada una de las otras dos fuerzas.
Largo sería detallar todas las batallas políticas que Rojas debió librar a lo largo de los treinta y un meses que integró el gobierno provisional, pero si vale la pena recordar la última prueba que debió enfrentar y que superó satisfactoriamente: Fue entre marzo y abril de 1958, cuando debió poner todo el peso de su prestigio y de su autoridad para que sus camaradas de armas aceptaran el veredicto de las urnas del 23 de febrero de ese año: La victoria del Dr. Arturo Frondizi y su elección como Presidente de la Nación.
Notas
[1] Lonardi había sido víctima de la duplicidad de Perón años antes que este último accediera a la presidencia de la Nación: Al sucederlo como agregado militar en Chile (en 1936), Perón le endilgó la culpa de un delicado incidente cuya responsabilidad era exclusivamente de él. El episodio le costó a Lonardi una sanción, una úlcera y la pérdida de 20kgs.
[2] Serias desinteligencias entre Lonardi y el Gral. Benjamin Menéndez y el accionar desaprensivo de este último contribuyeron en gran medida al fracaso de la rebelión de septiembre de 1951.
[3] Entendiendo como tal un nacionalismo totalitario, de cuño fascista o neo-nazi. Aramburu se había hecho esta imagen del entorno de Lonardi en 1952, cuando concurría, como oficial defensor del entonces Cnel. Lorio, a la prisión militar en la que este y Lonardi se hallaban detenidos. Sobre esta cuestión hay que decir que si bien una de esas personas – Juan Carlos Goyeneche – tenía un innegable pasado filo-nazi, la noción de que esa ideología caracterizaba a todo el entorno de Lonardi no pasó de ser un infundio.
[4] Decisión anunciada el lunes 19 a las 12:50, cinco horas después de conocerse el bombardeo naval de los depósitos de combustible de Mar del Plata y diez minutos antes de que se perpetrara un ataque similar sobre la destilería de YPF en Ensenada.
[5] Si bien hasta ese momento la actitud y el espíritu bélico del Gral. Falconnier eran una incógnita, las fuerzas acantonadas bajo a su mando en Río Cuarto en la noche del martes 20 incluían unidades de tanques y de artillería que podían verse como una seria amenaza, tanto para el foco rebelde de Lonardi en Córdoba (100kms al norte), como para el 2do Ejército sublevado y desplegado en San Luís (200kms al oeste), Mendoza y San Juan bajo el mando del Gral. Lagos. Pero en Río Cuarto no estaban solo los tanques, los cañones y la infantería de Falconnier, sino también la pista de aviación del Taller Regional de Mantenimiento de la Fuerza Aérea (en la cercana localidad de Las Higueras), base desde la cual el sábado 17 habían operado tres cazas a reacción Gloster Meteor leales que destruyeron varios bombarderos rebeldes estacionados en el aeropuerto de Pajas Blancas. Nada tenían que demostrar, en cambio, el Gral. Iñiguez y los regimientos 11 y 12 de infantería y el 3er Grupo de Artillería Antiaérea bajo su mando, acantonados esa madrugada del miércoles 21 a pocos kilómetros al este de Córdoba en la localidad de Río Primero. Este jefe y sus tropas ya habían mostrado un altísimo el espíritu de lucha y peligrosidad combatiendo, atacando, defendiéndose y contraatacando con ferocidad desde la tarde del sábado 17 en la zona de Alta Córdoba. Las fuerzas de Iñiguez eran, por lejos, las que más agresividad y efectividad habían mostrado entre las que debieron reprimir el enclave rebelde de Lonardi. En cuanto al Regimiento 3 de Infantería, acantonado esa madrugada del miércoles 21 en Pringles, su jefe, el Cnel. Quinteiro, había sido desde el domingo 18 el más entusiasta entre los que querían avanzar y arrollar la rebelde Área Naval de Puerto Belgrano, incluyendo su base naval y aeronaval. También había sido uno de los más hostigados por la aviación rebelde los días anteriores y si bien al anochecer del martes 20 había enviado a Puerto Belgrano un radiograma afirmando que “no continuaría la lucha”, no había dado ninguna señal de su voluntad de rendirse. Quinteiro tenía la sangre en el ojo desde el 16 de junio de 1955, cuando sus hombres habían sido bombardeados y ametrallados por la rebelde aviación naval de Punta Indio, mientras ellos trataban de recuperar para el gobierno el aeropuerto de Ezeiza ocupado por la infantería de marina.
[6] Rebautizado como “General Belgrano” el jueves 22 de septiembre de 1955, este fue el buque que, con la pérdida de más de 350 vidas, fue hundido el 2 de mayo de 1982 por el submarino británico “Conqueror”.
[7] Pasarían otros dos días, hasta las primeras horas de la tarde del viernes 23, antes que el Gral. Lonardi fuera investido con los símbolos del poder presidencial en los balcones de la Casa Rosada, pero el estado de beligerancia entre leales y rebeldes – y por lo tanto el estado de rebelión militar – cesó formalmente en el día y en la hora en que la Junta aceptó las condiciones exigidas por el mando revolucionario.
[8] Tal como lo expresara el Gral. Lagos al Dr. Bonifacio del Carril en Mendoza, al mediodía del martes 20, tras haber conferenciado con Lonardi en la Escuela de Aviación Militar de Córdoba. El hecho de que existiera tanto escepticismo entre los jefes revolucionarios, aún sabiendo que Perón ya estaba refugiado en la cañonera Paraguay, revela el profundo grado de desconfianza que los jefes revolucionarios tenían en Perón y en su entorno.
[9] Es una curiosa paradoja que entre quienes entonces concurrieron a exigirle la renuncia a Lonardi se hallaba el Gral. Arturo Ossorio Arana, en ese momento Ministro de Guerra, pero el hombre que siendo coronel retirado lo había acompañado en Córdoba desde el primer minuto de la gesta. En cambio, el oficial que con más elocuencia defendió a Lonardi fue el Gral. Eduardo Señorans, quien como coronel en actividad había sido la mano derecha de Aramburu durante la conspiración y el alzamiento. Difícil será olvidar las sentidas palabras pronunciadas por Señorans el 23 de marzo de 1956 al despedir los restos de Lonardi en el Cementerio de la Recoleta: “En el mármol de su pureza radiante y fecunda melló sus dientes la calumnia y la diatriba estéril quedó sin asidero. Quede así levantada, por la afirmación de un general de la República, con plena conciencia de lo que aquí represento, la gratuita ofensa de suponer en el preclaro conductor de la Revolución victoriosa el fomento o apoyo de tendencias totalitarias, que jamás pudo cobijarse en uno de los hombres más puramente democráticos que haya pisado esta tierra argentina. Estoy seguro que es este el sentir de vuestros camaradas de la Revolución, que, como hombres de honor, jamás podrían permitir que se cierre esta tumba sin proclamar esta gran verdad reparadora”.
[10] El almirante Rojas, los generales retirados Lonardi, Lagos, Uranga y Videla Balaguer y los generales en actividad Arandía y Aramburu.
[11] Por estar retirados del servicio activo y aunque debiendo hacerlo con el máximo disimulo, Lonardi y Lagos pudieron viajar a sus respectivos comandos revolucionarios tres días antes de la hora H, en tanto que Rojas y Arandía – jefes en actividad – sublevaron las unidades en las que por entonces revistaban: La Escuela Naval Militar en La Plata y el 2do Ejército en San Luis.
[12] Solo en 1978 este servicio de balsas fue reemplazado por el puente Zárate-Brazo Largo.
[13] Un DHC (DeHavilland Canada) Beaver del Comando Antártico que el Tte. Enrique Méndez, de la Aviación de Ejército, había “robado” del Aeroparque.
[14] Señorans, Arias Duval y Solanas Pacheco.
[15] Aramburu participó de la conjura de 1951, pero cuando estalló el movimiento se desempeñaba como agregado militar en Río de Janeiro. Cabe señalar que por entonces Rojas se desempeñaba en el mismo destino como agregado naval.
[16] Había sido designado por Lonardi Jefe del Estado Mayor del Ejército, un cargo que entonces estaba subordinado no solo al Presidente, sino también al Ministro de Guerra, al Subsecretario de Guerra y al Comandante en Jefe del Ejército.
[17] En 1944 Lagos integraba una facción militar opuesta a Perón. Entonces y para mantenerlo alejado de Buenos Aires mientras este último consolidaba su poder, fue enviado a Chile como agregado militar. Sin embargo, la experiencia política que Lagos hizo en Comodoro Rivadavia entre 1948 y 1950 (donde llegó a servir como Gobernador Militar) lo llevó a simpatizar con las políticas sociales del peronismo y adherir entusiastamente a ellas.
[18] Al momento del alzamiento el Gral. Aramburu era Director de la Escuela Nacional de Guerra.
[19] Idéntica actitud había tenido Lonardi en vísperas de la intentona de septiembre de 1951.
[20] Otros mil efectivos debieron ser destinados a sublevar, ocupar y defender la importante base aérea militar de Villa Reynolds, en las cercanías de Villa Mercedes, unos 90kms. al este de la ciudad de San Luís y muy expuesta por estar a solo 110kms. de la concentración de tropas leales en Río Cuarto.
[21] El primer mensaje pidiendo refuerzos lo llevó de Córdoba a Mendoza el Cap. de Fragata García Favre al mediodía del domingo 18. Tras largas consultas con su estado mayor y discusiones con el Mayor Guevara y otros enviados de Lonardi, recién a la tarde del lunes 19 dispuso Lagos que se enviara por vía aérea a Córdoba una compañía de infantería (200 hombres) con secciones de ametralladoras pesadas y morteros.
[22] Testimonio brindado por el capitan Ezequiel Pereyra Zorraquín – único testigo de esta instancia del diálogo – al Dr. Bonifacio del Carril. Quedó así desvirtuada la insinuación de que al negarse a reforzar a Córdoba y planear la constitución de un gobierno soberano provisional en Cuyo, Lagos pretendía apropiarse de la jefatura de la Revolución. Cabe señalar que la constitución de un gobierno provisional en las provincias cuyanas había sido sugerida en primera instancia (en la tarde del domingo 18) por el Cap. de Fragata García Favre, actuando en representación del Cap. de Navío Rial. La Marina consideraba que la existencia de un gobierno revolucionario provisional le daría sustento legal al bloqueo que se había impuesto a todos los puertos del país.
[23] Lagos estaba cumpliendo funciones en Mendoza cuando Lonardi fue desplazado del poder. Conocía el apoyo que tenía Aramburu y no opuso obstáculos a su designación como presidente provisional de la Nación. Permaneció como Comandante en Jefe otros seis meses y medio, hasta que sus diferencias con el Ministro de Guerra Ossorio Arana y con el Presidente Aramburu lo llevaron – por segunda vez en menos de doce meses – a solicitar su pase a situación de retiro.
[24] Destino en el cual, como se vio, coincidió con el entonces coronel Pedro Eugenio Aramburu, que se desempeñaba como agregado militar.
[25] En notable contraste con los casos de Lonardi, Aramburu y Lagos, los que debieron sublevar unidades sobre las cuales en la fecha señalada no tenían autoridad legal.
[26] Un total de 1.130 efectivos se embarcaron en el patrullero Muratore, en los rastreadores Drummond , Py, Robinson y Granville y en varias lanchas o buques de desembarco de los tipos BDI y BDM.
[27] Ver en la nota 22 la importancia que la Marina le asignaba a la constitución de un gobierno provisional revolucionario como fundamento legal para el bloqueo declarado por Rojas.
[28] La gravedad de la orden impartida por Rojas quedó de manifiesto por el hecho que el comandante del crucero 9 de julio, capitán de navío Bernardo Benesch se negó a obedecerla. Prefirió recluirse en su cámara y dejar al mando al segundo comandante, capitán de fragata Alberto M. de Marotte, quien la ejecutó debidamente.
[29] Aunque formalmente Rojas y los mandos navales dejaron la cuestión del relevo del presidente en manos del Ejército, en los hechos y privadamente no ahorraron críticas ni presiones para lograr la salida de Lonardi, siempre preocupándose por dejar bien en claro que la vicepresidencia era tema exclusivo de la Marina.
[25] En notable contraste con los casos de Lonardi, Aramburu y Lagos, los que debieron sublevar unidades sobre las cuales en la fecha señalada no tenían autoridad legal.
[26] Un total de 1.130 efectivos se embarcaron en el patrullero Muratore, en los rastreadores Drummond , Py, Robinson y Granville y en varias lanchas o buques de desembarco de los tipos BDI y BDM.
[27] Ver en la nota 22 la importancia que la Marina le asignaba a la constitución de un gobierno provisional revolucionario como fundamento legal para el bloqueo declarado por Rojas.
[28] La gravedad de la orden impartida por Rojas quedó de manifiesto por el hecho que el comandante del crucero 9 de julio, capitán de navío Bernardo Benesch se negó a obedecerla. Prefirió recluirse en su cámara y dejar al mando al segundo comandante, capitán de fragata Alberto M. de Marotte, quien la ejecutó debidamente.
[29] Aunque formalmente Rojas y los mandos navales dejaron la cuestión del relevo del presidente en manos del Ejército, en los hechos y privadamente no ahorraron críticas ni presiones para lograr la salida de Lonardi, siempre preocupándose por dejar bien en claro que la vicepresidencia era tema exclusivo de la Marina.
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