jueves, 3 de diciembre de 2009

3. Los oscuros días de julio de agosto de 1955

La conspiración que dio lugar a la segunda y definitiva revolución contra Perón comenzó la noche misma del terrible 16 de junio. Los que ya antes de aquel evento experimentaban asco por Perón y su régimen, lejos de amedrentarse con los cientos de muertos o escarmentar con el enjuiciamiento de los marinos y aviadores que aquel día habían fracasado, se reafirmaron en su voluntad de liquidar al gobierno y el número de civiles y militares opositores dispuestos a jugarse la vida en un segundo intento fue en aumento. Al zigzaguear entre treguas y reconciliaciones en el mes de julio y nuevas amenazas en agosto, Perón mismo fue haciendo crecer el hastío que llevó hasta el alzamiento de septiembre. No fue, sin embargo, simple ni fácil.

Según Isidoro Ruiz Moreno en el mismo lúgubre anochecer del jueves 16 de junio, el capitán de navío Arturo Rial (de la aviación naval, pero por entonces a cargo de la dirección de institutos y escuela de enseñanza de la Armada) le comentó a su subordinado, capitán de corbeta Carlos Pujol: “Bueno Pujol, quiero que me tienda las líneas porque empezamos de nuevo” Ambos habían estado ajenos al golpe fracasado, lo que les facilitaría la labor a la que se lanzaban.

Muy pronto los contactos de Rial y Pujol (a quienes pronto se habían unido los capitanes Oliva Day, Ruiz, Duperré, Gallastegui, Mayorga, Palma, Sánchez Sañudo, Estévez, Kolungia y otros) se extendieron por toda la Armada, jugando un rol crucial el capitán de navío Jorge Perren, que como segundo jefe de la Base Naval de Puerto Belgrano, se convirtió en la autoridad máxima del complot en toda el Área Naval de Bahía Blanca (que incluía la enorme concentración de efectivos y armamentos apostados en la base naval, en la base aeronaval Comandante Espora y en la base Baterías de la infantería de marina). Y antes que terminara el mes de junio, los conspiradores recibieron el espaldarazo de saber que el almirante Rojas, director de la Escuela Naval Militar, había aceptado encabezar el próximo alzamiento de la Marina.

Mientras tanto la situación comenzó a bullir también en el Ejército. Si hasta entonces – y tal como había quedado demostrado el 16 de junio – había sido la fuerza que actuó como respaldo monolítico del régimen, la persecución religiosa y otros excesos de Perón ejercieron influencia en el espíritu de muchos oficiales, algunos de los cuales empezaron hasta sentir vergüenza de salir a la calle en sus uniformes. Uno de estos fue el coronel Eduardo Señorans, jefe del importantísimo Departamento Operaciones del Estado Mayor General del Ejército. Y otro, su subordinado en el mismo Departamento, el mayor Juan Francisco Guevara.

El rol que Rial y Pujol jugaron en la Marina fue desempeñado en el Ejército por Señorans y Guevara. Así fue creciendo el círculo de conspiradores en los niveles de teniente coroneles y mayores, hasta que a principios de julio la noticia de la conjura de Señorans llegó al general Aramburu, por entonces a cargo de la Dirección de Sanidad del Ejército y, algo más tarde, director de la Escuela Nacional de Guerra[1]. Tras tomar contacto, Aramburu, Señorans y el grupo que colaboraba con este último comenzaron a planificar la revolución actuando como un Estado Mayor paralelo. Muy pronto el círculo conspirador del Ejército entró en contacto con el de la Armada y, con las reservas del caso, Aramburu y Rojas – viejos conocidos de la Embajada Argentina en Río de Janeiro – tuvieron su primera reunión antes de la mitad del mes de julio de 1955. La experiencia y el fracaso del 16 de junio habían llevado a los conspiradores de la Marina al convencimiento de la absoluta inutilidad de lanzar un nuevo movimiento sin el concurso de las otras dos fuerzas, sobre todo del Ejército, opinión y decisión que le fue manifestada con total claridad a Aramburu por parte de Rojas.

Pero para lanzar el golpe Aramburu y Señorans tenían un serio problema: Aunque el sentimiento antiperonista y de asqueo con el régimen había hecho crecer el número de oficiales jóvenes (tenientes, capitanes, mayores, tenientes coroneles) dispuestos a sublevarse, no parecía ocurrir lo mismo entre los coroneles, comodoros, generales y brigadieres al mando de las guarniciones más importantes. En estos niveles – y con la única excepción de Cuyo – solo aparecían oficiales retirados (como los coroneles Arturo Ossorio Arana y Héctor Solanas Pacheco) o sin mando de tropas (como los generales Juan José Uranga y Dalmiro Videla Balaguer).

En Córdoba, al no encontrar receptividad en ninguno de los generales, brigadieres y coroneles allí destinados, el núcleo de capitanes y mayores del Ejército y de la Fuerza Aérea que habían comenzado a conspirar encontraron guías en el coronel Ossorio Arana (que hasta 1951 había sido director de la Escuela de Artillería) y en el comodoro Julio Cesar Krausse (que había sido relevado como subdirector de la Escuela de Suboficiales por cuestionar conceptos del Ministro Juan Ignacio de San Martín).

Aunque tampoco hubo generales o coroneles receptivos a la conspiración en las unidades blindadas desplegadas en Corrientes (Mercedes, Curuzú Cuatia, Monte Caseros y Paso de los Libres), varios mayores y capitanes dispuestos a alzarse en esas ciudades – sobre todo en Curuzú Cuatiá – lograron hacer llegar, a través de mayor Juan José Montiel Forzano, su mensaje de adhesión al coronel Eduardo Arias Duval, que integraba el grupo sedicioso de Señorans.

Peor era la situación en las grandes unidades de batalla apostadas en Buenos Aires y en el Gran Buenos Aires (Palermo, Campo de Mayo, Colegio Militar, Palomar, Morón, Ciudadela, La Tablada, La Plata), en donde los jefes eran tan manifiestamente adictos al régimen, que la actividad conspirativa de los oficiales de rango intermedio no tuvo siquiera posibilidad de extenderse y menos de fructificar.

Solamente en Cuyo, donde la antipatía hacia Perón caracterizaba a los mayores y teniente coroneles al frente de la mayoría de los batallones, la inquietud revolucionaria halló eco en los generales Julio Alberto Lagos, comandante del 2do Ejército y Eugenio Arandía, jefe del Estado Mayor de esa unidad de batalla.

Mientras tanto, a fines de junio y comienzos del mes de julio Perón pronunció varios discursos de tono conciliador. Se declaró “presidente de todos los argentinos” y no ya “jefe de una revolución”, se manifestó dispuesto a escuchar a los hombres de la oposición, les ofreció a los dirigentes de los partidos opositores la posibilidad de hablar al pueblo de la República a través de la cadena oficial de radio y ordenó la liberación de algunos de los civiles detenidos después del 16 de junio. No obstante estas iniciativas, la oposición se mantuvo muy desconfiada y las protestas en las calles, en las universidades y en la Cámara de Diputados se mantuvieron a la orden del día.

Así fue como el 27 de julio se dirigió por radio a la opinión pública el Dr. Arturo Frondizi, presidente de la U.C.R., el 9 de agosto lo hizo el Dr. Vicente Solano Lima, del Partido Demócrata (conservador) y luego el Dr. Luciano Molinas (del Partido Demócrata Progresista). Los doctores Alfredo Palacios y Nicolás Repetto, dirigentes del Partido Socialista, se negaron a someterse al previo examen del contenido de sus mensajes, por lo que eligieron publicarlos en el diario “La Nación”.

A comienzos de agosto ocurrieron dos hechos importantes para comprender cosas que pasarían más adelante: 1) El general Lonardi, retirado desde 1951, preso el año siguiente y liberado desde comienzos de 1953, les hizo llegar a Aramburu y Señorans, a través del coronel Ossorio Arana, un mensaje indicándoles su voluntad de cooperar con el nuevo alzamiento. Pero Aramburu se negó terminantemente, descolocando a Lonardi en la primera y única oportunidad en la que se encontraron, espetándole un: “yo no conspiro ni conspiraré”. Aramburu explicó su actitud a sus colaboradores diciéndoles que “no necesitaba generales retirados, sino con mando de tropas”. 2) Simultáneamente los jefes de la conspiración tuvieron que absorber la noticia del pase a situación de retiro, por propio pedido, del general Lagos. Este defendería su actitud basándose en su concepto del honor militar, pero para la revolución significó la baja del único general de división con mando de tropas. Vista la opinión de Aramburu sobre los “generales retirados”, la actitud de Lagos no contribuyó precisamente solidificar sus relaciones con el jefe de la conspiración y su entorno.

Pero fue a mediados de agosto cuando se puso en marcha la cadena de eventos que llevarían al estallido de septiembre: Sobre la base de denuncias diversas, en la madrugada del domingo 14 de agosto la Policía Federal detuvo a decenas de civiles pertenecientes a muy distintos grupos de oposición y los acusó aparatosamente de estar tramando un atentado contra la vida de Perón. El jueves 18 fue detenido el general Bengoa y el viernes 19 se dio abiertamente por terminada la tregua política, retomando Perón y sus colaboradores sus amenazantes y agresivos discursos y redoblando los opositores las protestas en todos los lugares en los cuales podían manifestarse.

El martes 30 de agosto Perón envió una larga carta al Partido Peronista ofreciéndole su “retiro” como solución y “su último servicio” en bien del país. Como era habitual, la respuesta a esta insinuación fue la disposición por parte de la C.G.T. de un paro general de actividades para el día siguiente, convocando a una gran concentración en la Plaza de Mayo. Al anochecer del miércoles 31 Perón pronunció el que sería su más violento discurso desde su llegada al poder: “A la violencia hemos de contestar con más violencia”; “Desde ya establecemos como conducta permanente para nuestro Movimiento: Aquel que en cualquier lugar intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas, o en contra de la ley o de la Constitución, ¡puede ser muerto por cualquier argentino!”; “¡La consigna para todo peronista, esté aislado o dentro de una organización, es contestar a una acción violenta con otra más violenta” y finalmente, “¡Cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de los de ellos!”

Las palabras del presidente provocaron que esa misma noche del miércoles 31 de agosto el general Videla Balaguer anunciara abiertamente a todos sus subordinados del Comando de la IV Región Militar en Río Cuarto, Córdoba (una dependencia administrativa del Ejército), que se declaraba en rebelión frente a Perón. La imprudencia de haber hablado en esos términos delante de un oficial (el mayor Alfonso Mauvecín) ampliamente conocido por su adhesión incondicional al peronismo, tuvo como resultado su inmediata denuncia (por teléfono) al Ministerio de Guerra. Como además no contó con el apoyo del jefe del Regimiento 14 de Infantería de Río Cuarto, ni con el de los conjurados de Córdoba (capital) y Cuyo, el viernes 2 de septiembre por la noche Videla Balaguer y tres de sus subordinados debieron huir con rumbo desconocido.

En otro episodio de gran peligrosidad para los complotados, el ayudante de Aramburu, mayor Juan Carlos San Martín Benítez fue detenido por el S.I.E. (Servicio de Informaciones del Ejército). Si bien San Martín Benítez declaró generalidades tan obvias e implicó a tantos generales, incluyendo a notorios peronistas, que de nada le sirvieron al S.I.E., la vigilancia sobre los más sospechosos de conspirar (Aramburu, Señorans, Lonardi, Rial y otros) se hizo muy intensa.

El discurso de Perón del 31/8 ejerció mayor presión todavía sobre los conspiradores. Los marinos y los artilleros de Córdoba, por otra parte, temían que después de las maniobras de septiembre, la rutinaria “desactivación” de cañones y demás armamento pesado le quitaría posibilidades al alzamiento. En los primeros días de septiembre, sin embargo, Aramburu concluyó que las condiciones para lanzar la revolución con una mínima probabilidad de éxito no estaban dadas y decidió por sí postergar el movimiento para mayo o junio de 1956. La dura decisión le fue trasmitida por Señorans a los militares, marinos y aviadores complotados entre los días lunes 5 y el martes 6 de septiembre, en tanto que el miércoles 7 de septiembre, en una recepción ofrecida por la Embajada de Brasil con motivo de la fecha patria del vecino país, Aramburu se lo informó personalmente a Rojas.


Nota

[1] Este es un instituto de enseñanza militar para civiles, que no debe ser confundido con la Escuela Superior de Guerra, que forma a los oficiales de Estado Mayor.

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